Limbo - Capitulo 5

Denso. Es la palabra que mejor describía al bosque, no había mucho espacio en el que moverse o pisar. Gruesos troncos se alzaban entre nudosas raíces, dividiéndose en numerosas ramas que se alzaban varios metros sobre el suelo buscando llegar al cielo o uniéndose a su par más cercano en un poderoso y eterno abrazo. Finos rayos de luz acariciaban exhaustos el suelo después de atravesar forzosamente el espeso mar de hojas hambrientas de luz y calor.


Los innumerables sonidos se mezclaban con los retazos de vida nocturna que surgían de cada rincón. Tenebrosas hormigas oscuras y grandes como grillos asomaban entre las grietas de un leño reseco transportando rápidamente su ración de alimento. Mis manos trabajaban afanosamente abriendo camino entre la espesa vegetación y encontraban traicioneros quiebrapalos largos y delgados como varas que se confundían entre las ramas tentados en cercenar mis dedos ante el menor contacto. Majestuosas mariposas descansaban en las cortezas engañando mis sentidos con el suave aleteo de un par de exquisitos ojos azafrán delineados sobre finísimas alas azabache. Mis pesadas botas marcaban su paso sobre la tierra húmeda esquivando lentos escarabajos perlados que retozaban en la tierra disfrutando la humedad y el calor, ignorando todo lo que sucedía a su alrededor. Y la belleza se asomaba tímida por sobre los incontables tonos de verde; entre los haces de luz cientos de diminutos insectos volaban en una danza exquisita cual pequeñas hadas invisibles que sólo el sol se animaba a acariciar y que ante cualquier movimiento extraño huían a las sombras.

Adentrándose en el curioso mundo de insectos una pequeña liebre de pelaje gris abultado y gastado como los cabellos de una anciana mujer saltó de entre un par de helechos de hojas picudas y se paró frente a mí sobre sus largas y delgadas patas traseras. Las esferas de sus ojos me reflejaban mostrándome pequeño entre una flora y fauna oscura y desconocida. Estaba perdido y no quería volver al claro, el temor a la muerte florecía en mi piel.

Me preguntaba si no debía morir como los demás y sumarme al juego infinito de burlar a la huesuda una y otra vez. “Tú no puedes burlar a la muerte” me había dicho el Mati. “Eres el único que puede salvarnos” se repetía en mi cabeza. Me senté sobre una piedra cubierta de musgo junto a la liebre aún quieta que miraba sorprendida al intruso imprudente que había entrado a su hogar. Yo no tenía idea de dónde estaba el camino de piedras que Pacho me dijo que encontrara, acá no había ningún camino. Recordé a mis amigos siendo devorados por las bestias y atravesados por proyectiles invisibles, protegiéndome del peligro sin saber aún porqué. ¿Cómo llegamos aquí? Bajé la cabeza y mientras miraba mis botas sucias y gastadas una gota de sudor escapó de mi frente para caer sobre el cuero creando una aureola húmeda y barrosa.

—Bytecode.

Escuché mi nombre en un susurro cercano. Levanté la cabeza y la liebre saltó asustada huyendo entre los arbustos. No había nadie, ningún movimiento alrededor.

—Bytecode.

Nuevamente un débil susurro, tan cercano que hubiera jurado que me hablaban al oído. Me levanté y observé cada centímetro a mi alrededor. Únicamente insectos o el leve movimiento de las hojas ante una brisa. Esperaba escuchar un crujido, algo que delatara a quien estuviera llamándome.

—Aaaaaaaaaagggghhhhhhhh!

Un grito desesperante a mis espaldas me alarmó. Di media vuelta instintivamente.

—Aaaaaaaaaagggghhhhh... piedad...

Otro grito a mis espaldas, seguido de lamentos. Los árboles comenzaron a moverse y crujir.

—Ayuda... aagh

—Bytecode... ugh...

Las ramas de un tosco espinillo se torcieron acercándose a mí y me arañaron el cuerpo, gigantescos brazos ávidos de contacto humano rozándome sus gruesas espinas en mis ropas, rasgando las telas y enganchándose en las armas que llevaba colgadas en mi cuerpo. El chirrido de la madera creció aturdiéndome. Desesperado agité mis brazos y piernas buscando zafar de ese abrazo, tomando las ramas entre mis manos y quebrándolas.

—¡Agh! ¿Por qué me rompes?

A mi izquierda un frondoso algarrobo y un quebracho blanco se torcieron mostrando formas humanas en poses sufridas y agonizantes, para volver nuevamente a sus toscas formas originales.

—¡Piedad! ¡Sácanos de aquí Bytecode!

Las voces surgían de grietas en la corteza, como bocas abriéndose en la madera, expulsando vapores densos con aroma a savia fresca. De entre los matorrales surgieron ardillas negras de enormes dientes y cola tupida que treparon los troncos y masticaron la vaina lastimando una y otra vez a los árboles que despedían ahora una savia espesa y pestilente de sus heridas.

—¡Quítalas de mi piel! ¡Seré tuya! —gritó desesperadamente un seibo formando una sensual forma femenina al torcerse sobre sus flores rojas, suavizando su corteza en una sugerente posición de éxtasis.

Logré liberarme del lacerante abrazo y corrí con dificultad entre un bosque de espinillos y talas, araucarias y nogales, todos mutando en cuerpos y rostros angustiados. Nuevamente intentaron agarrarme y quebré espinas, tallos y brotes provocando alaridos.

—¡Nos haces daño! ¡Argh!

Junto con el quejido la pesada rama de un roble me golpeó en un costado empujándome con fuerza arrojándome a los pies de un aromillo seco que me cubrió con un doloroso abrazo de espinas. Las ardillas corrían de una rama a otra mordiéndolas y arrancando la cáscara con sus dientes. El aromillo se agitó para zafarse de ellas y logré escapar apurando ahora el paso, saltando entre raíces y esquivando los golpes. Los gritos se multiplicaron a mi alrededor, insultándome y sollozando. Salté con mucho esfuerzo sobre una gran raíz y caí sobre un duro suelo de piedra agrietada. Mis codos y rodillas sufrieron el impacto y me avisaron con un fuerte dolor. Los chasquidos de los árboles cesaron y las ramas volvieron a su posición. Me quedé recostado sobándome lastimosamente.

Tardé unos minutos en recuperarme de los golpes. Estaba sobre una gran piedra enterrada casi por completo, agrietada en varias partes por raíces que surgían de su interior. De uno de sus extremos surgía un pequeño sendero apenas visible con los escasos rayos de luz que atravesaban las copas de los árboles. Era el único sendero en este lúgubre lugar, decidí que era el camino de las piedras a pesar de que no había ninguna en el mismo. Caminé mirando desconfiado todo movimiento entre las hojas y los arbustos, el sendero zigzagueaba dentro del bosque como una cicatriz y se internaba entre árboles cada vez más grandes y de troncos más gruesos. Vi la liebre saltando por el sendero unos metros detrás de mí. El sendero doblaba a la izquierda más adelante rodeando un gran ombú con el tallo cubierto de flores azuladas y de fresco perfume. Tomé esa dirección y me topé con el final del sendero. Una enorme piedra sobresalía de la tierra coronada por un imponente palo borracho, torcido y panzón, con dos grandes ramas que sobresalían como brazos hacia los costados. Sus raíces abrazaban la piedra y reposaban sus extremos en un gran charco de agua de dudosa frescura.

Me acerqué y crujió doblándose una y otra vez sobre su tronco, como sacudiéndose después de un largo sueño.

—¡Mmmmmmmmmmmmmm! ¡Ooooommmmmmmmmmmmm! ¡Ñamñam! —su voz era gruesa y familiar. Estaba despabilándose, haciendo crujir sus ramas y cortezas. Poco a poco una forma humana fue materializándose en su superficie, la figura de un hombre con los brazos y piernas hundidos parcialmente dentro del tallo, como impidiéndole escapar de algún tortuoso martirio. Su piel era vegetal y añeja y sus ojos viejos y sombríos.

Me alejé unos metros mientras la metamorfosis se desarrollaba, esperando algún ataque sorpresa desde sus ramas, pero nada sucedió. El rostro me recordaba a alguien, pero el color de la corteza en su piel me impedía reconocerlo.

—Bytecode —continuó el hombre árbol pausadamente— me alegra verte después de tantos años.

—¿De dónde nos conocemos? —pregunté acercándome prudentemente y estudiando sus facciones.

—Soy quien los abandonó antes de la tormenta —continuó lentamente mirando con su rostro manchado de musgo los árboles a su alrededor— y recibí por ello mi merecido castigo. Estás en el Bosque de los Suicidas, el lugar donde los cobardes permanecen de pie por toda la eternidad. Añoro un descanso tanto como la tierra reseca a la lluvia.

—Psycobolche —dije apesadumbrado, reconociendo el rostro y la voz. Recordé la sangre tibia salpicando mi rostro cuando se arrojó por la ventana y a Sylvain condenándolo al sufrimiento eterno.

—Psycobolche —repitió el hombre árbol nostálgico—. Tiempo hace que no me llaman así. He visto pasar los días y las noches encerrado en esta prisión de madera verde, torturado diariamente por mis amigas roedoras que buscan su alimento bajo mi piel y la de mis hermanos. Este bosque está poblado de espíritus suicidas, egoístas y crueles, tristes y solitarios, alegres y compasivos. La muerte es sólo un camino y no cambia lo que eres, tu esencia.

—Hablas de años cuando yo te he visto hace unas horas —dije desconfiado ante el extraño rostro que se inclinaba hacia mi—, pero en el poco tiempo que estuve aquí he visto suficiente para saber que nada tiene sentido.

—¡Mmmm! Y te diriges a mí como si no estuvieras aquí —continuó Psycobolche pensativo—. Todo a tu alrededor lo percibes, lo ves, lo vives, pero aún te sientes un extraño.

—No sé dónde estoy, soy un extraño. Aborto y los demás insistieron en traerme aquí, y murieron protegiéndome —baje mi cabeza y me reí de mi tristeza—. Un sacrificio absurdo, van a revivir en pocas horas. Tan ilógico como las bestias destruidas por el poderoso aplauso...

—Ningún sacrificio es absurdo —me detuvo Psycobolche. Acomodó su cuello girando su cabeza con un chasquido fuerte y elástico, como si doblaran cientos de ramas aún verdes— ¡Umm! Quieres saber qué es este lugar ¿Dónde crees estar?

Su pregunta me tomó desprevenido. Esperaba ser yo el que las hiciera. No tenía ninguna teoría sólida sobre este lugar, excepto la única, la imposible.

—Estamos muertos, y esto es el infierno o algo parecido.

—Debes creer que tu Dios es un ser perverso —dijo Psycobolche cerrando los ojos. Se mantuvo en silencio unos segundos y sin abrirlos continuó hablando—, yo también lo creí en un principio, pero con el tiempo acepté mi destino. Todos tenemos un papel importante en este mundo, y tú no eres la excepción.

—Dicen que no puedo burlar la muerte y que puedo salvarlos.

Psycobolche abrió sus grandes ojos dejando caer unas grandes gotas de savia que avanzaron por su costra lentamente, dos lágrimas llevándose los ecos de recuerdos antiguos.

—¡Umm! ¡Ommm! Un salvador que no puede burlar a la muerte, eso sí que es nuevo.

Miró hacia arriba y agitó sus ramas haciendo temblar cada una de sus hojas. Algunas ardillas saltaron asustadas y se alejaron a toda velocidad. Un fino polvillo se desprendió de unos brotes pequeños entre las hojas y se unió a la corriente de aire girando alrededor de su tronco. El rostro del hombre árbol se endulzó en un suave gesto de placer, como si cada partícula de polvo le regalara una caricia. Finalmente el polvillo cayó en el charco de agua a sus pies convirtiéndolo en un pozo cubierto de agua pura y cristalina. Las raíces sumergidas se veían claramente a través de la superficie, se torcían y afinaban hasta donde la vista alcanzaba. Más allá, en lo profundo del pozo, un pequeño haz de luz destacaba en la oscuridad.

—Entra amigo, y busca tus respuestas —dijo Psycobolche mirando hacia la luz en el fondo, y se quedó quieto, esperando.

Nada se movía alrededor, no había insectos, no había brisa en las hojas, no se escuchaba sonido alguno más que mi respiración. Estaba tan cerca del pozo que con un solo paso podía entrar en él. Di media vuelta y vi el sendero que se alejaba. Nadie iba a detenerme.

—¡Papá!

La suave voz de mi hija Florcita surgió de lo profundo del pozo. Solté las armas que colgaban de mis ropas y las arrojé al suelo. El pozo era lo suficientemente ancho como para arrojarme de pie. Si era una trampa ya era tarde, salté y me sumergí en sus heladas aguas.

Adentro estaba oscuro y gélido como un témpano perdido en lo profundo del océano. Sentí las raíces raspar mis brazos y piernas. Miré hacia arriba y encontré más oscuridad. Hacia abajo continuaba la luz, pero estaba demasiado lejos, jamás iba a llegar. El frío aprisionaba mi cuerpo con mil cuchillas y mis pulmones se encogían cada segundo. Me acobardé y tomé las raíces en las paredes para impulsarme hacia arriba antes de que el oxígeno se acabara. Mis brazos y piernas se enredaron entre raíces invisibles. La desesperación me invadió cuando me vi imposibilitado de moverme o gritar y el oxígeno me abandonó. Perdí la sensibilidad en todo mi cuerpo y el frío fue desapareciendo poco a poco. Sentí como si estuviera sumergido en un baño de leche tibia. Me dormí relajado y en paz.

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—¡Papá está despierto, ma! —me despertó la hermosa voz de Florcita. Podía escucharla pero no veía ni sentía nada. Por el sonido debía de estar en una habitación pequeña. Una suave caricia recorrió mi pelo regalándome ternura y calor.

—Hijita —escuché la voz de Patricia acercándose— papá está dormido, pero si le hablas seguramente te va a escuchar. Solcito ¿quieres hablar con papá?

Intenté abrir los ojos y hablarle. Nada. Mi cuerpo no respondía a las órdenes de mi cerebro.

—No —respondió Solcito —le estoy haciendo un dibujo.

Escuché una puerta abriéndose a unos metros.

—Hola ¿Cómo está el paciente? ¿Ya paró la sangre en su garganta? —dijo una voz gutural e inconfundible.

El peligro me alertó cada rincón de mi alma. Quería gritar, quería advertirles, quería irme con ellas a donde nadie pudiera encontrarlas.

—Hola Sylvain —respondió Patricia amablemente.