Relato - Diario Intimo

“Perdido en el cuerpo de mi mujer concebí una historia mórbida y oscura, de esas que nunca deberían ver la luz.”
DIARIO INTIMO
La dulce fragancia de la piel de mi mujer fue una pincelada de savia fresca en la madera seca de mi alma. Quizás no debí haberla matado. Deben entenderme, tuve razones más fuertes que el amor más puro, y no son muchos los enamorados que puedan sopesar la razón sobre los sentimientos. No tienen el valor para escarbar profundamente y encontrar la hierba mala en el campo de rosas de su enamorada.
Sin embargo yo escarbé. Pero no voy a adelantarme. Deben saber antes cómo encontré un extraño trozo de carbón dentro de una mina repleta de oro, un guijarro más trascendente que ese miserable metal dorado. Yo descubrí una piedra sucia e inservible en una montaña incontable de gemas, porque eso era mi querida mujer, un sinfín de virtudes únicas. Dulce, respetuosa, sincera en lo bueno, magníficamente deshonesta en tus defectos; y la amante más apasionada con la que mi cuerpo había llegado a fundirse. Una caricia, un beso, un gemido tímido seguido de un grito de placer desgarrador.
La mezquina verdad suele mostrar su horrible rostro derrumbando los momentos más felices de tu vida. Fue en el ocaso del amor cuando todo se destruyó en un instante, después de una noche de regalarnos el uno al otro y fundir nuestros corazones en una explosión invisible. Al terminar mis palabras clamaban por expresarse pero se deshacían antes de llegar a mi garganta, el placer me había arrasado la carne y los huesos. El amor no es una palabra justa para las sensaciones nacidas de la intimidad ofrecida desinteresadamente al otro. La mente huye y la naturaleza mundana del cuerpo queda libre de las ataduras del pudor. Y cuando de esa libertad nacen los gemidos placenteros de tu pareja el gozo se vuelve irreal y puro como el rocío en el aire del campo en una noche estrellada.
¡Dios mío, no debí estrangularla! Pero ella me obligó, ustedes podrán discernirlo cuando conozcan los detalles. No sentíamos nuestros cuerpos del placer brindado y obtenido, éramos espíritus de la noche abrigándonos en una cama de estrellas. La naturaleza cantaba con voces de insectos desconocidos, pequeños bardos apasionados llamando a su pareja para unirse a nuestro ritual. La luna dibujaba con hilos de plata nuestra piel sonrojándose al llegar a las sensuales curvas de la mujer recostada a mi lado. La hermosa voz de mi niña adornó mis oídos dándole muerte al silencio y tocando el centro de mi alma. “¡Piedad mi señor!”. Una tibia lágrima nació de mis ojos y acarició mi tez con ternura antes de llegar a mis labios para volver a su hogar. La mano de mi amada danzó en el aire buscando un compañero y lo encontró en la mía, siguiendo su baile entre caricias disimuladas. Los dedos palparon ciegamente creando formas y sensaciones nuevas, encontraron pareja y ambas manos fueron un único cuerpo.
Un cuerpo deforme. Gusanos huesudos como patas de caballos tropezándose dolorosamente. No se confundan, su mano era hermosa y suave, pero sus dedos entrelazados con los míos... ¡era insoportable! El calor quemaba allí donde el pellejo hacía contacto, y la presión entumecía las falanges en un calambre lacerante, impidiendo a los dedos descansar sobre el dorso. Su mano era una araña intentando devorar la mía, una garra mortal de cuero y huesos asfixiándome y absorbiendo todo el placer de mi cuerpo. El odio nació y presionó en mi pecho como un pichón de buitre empujando el cascarón. Mi sudor se convirtió en una gélida capa nauseabunda, y allí donde mi cuerpo tocaba el suyo un calor resbaladizo emanaba vapores y fetidez. El hedor invadió mi cerebro alimentando el odio, haciendo crecer el buitre con alas temblorosas y húmedas, hambriento de carne putrefacta que buscó en la ninfa viva y sonriente a su lado. Abrió sus alas y las cerró sobre el cuello flacucho y débil de la ninfa. Su rostro cambio de color provocándome nauseas. Sus ojos y labios se inflamaron, y sus fosas nasales adquirieron vida propia, latiendo amenazadoramente. ¡Debía detenerlos! Presioné con más fuerza aún su frágil garganta hasta que los latidos se fueron apagando, lenta y pausadamente.
Una lágrima asomo de sus ojos y se detuvo unos segundos antes de caer por su mejilla, mostrando en su reflejo mi semblante acalorado y asustado sobre un par de gigantes alas grises cubriendo las estrellas.
Maldita cría de Boyardos.
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Iván IV Vasílievich se levantó y observó desnudo el jardín de su palacio bajo la luz de la luna. Estiró su cuerpo con doloroso placer ignorando su enfermedad y a sus guardias alrededor. Observó el cadáver a sus pies. El frío clima de su amada Rusia le había regalado una noche cálida, y el zar supo aprovecharla.
-¡Abrigo! -ordenó a los guardias y caminó hacia sus aposentos mientras un muchacho lo cubría con un manto de seda y oro.
Caminó lentamente y en silencio, meditando y acariciando su vieja barba húmeda de saliva y sudor. Sus torpes movimientos marcaban el ritmo de su inútil y sufrida batalla contra la sífilis.
Se dirigió al salón de escritura, allí donde sus obras cobraban vida bajo su puño de hierro. Un criado le acercó un grueso libro sobre una bandeja de plata adornada con joyas y se retiró sumisamente a un rincón del salón. El zar posó sus arrugadas manos sobre la cubierta de tersa piel y cerró los ojos mientras el joven cuerpo de su primer amante inundaba sus recuerdos.
Esa noche el zar Iván el Terrible escribió temblorosamente una página más en su abultado diario.