Limbo - Capítulo 3


Patricia había recibido temprano un llamado de la policía, su esposo Ignacio estaba retenido dentro del edificio de su trabajo y en posible peligro de muerte, necesitaban tener una entrevista con ella para responder algunas preguntas. No pidió más detalles. Subió a María Sol y María Florencia en el asiento trasero de su viejo Renault 11 azul y salió derrapando la desgastada tierra del camino aún no asfaltado que tantos dolores de cabeza le daba en los días lluviosos.


Recorrió los veinte kilómetros que separaban su casa del centro de la ciudad en apenas diez minutos. Sus lágrimas se mezclaban con el sudor causado por el esfuerzo que el viejo y grueso volante le exigía en los brazos. Como siempre el aire acondicionado no funcionaba, y el calor había comenzado temprano a ablandar el buen juicio de los miles de personas que madrugaban para cumplir su trajín diario. El tránsito en el centro era caótico los días de semana, y hoy no era la excepción, aumentado por el infierno del recalentado cemento de calles y edificios. Taxis cambiándose de carril sin previo aviso cual tiranos callejeros buscando súbditos a quien dominar. Peatones audaces cruzándose en medio de las avenidas exigiendo un inmerecido respeto ante decenas de automóviles vociferando bocinazos e insultos. Ómnibus, camiones, motocicletas, hombres y niños; una absurda maratón desigual que hoy como ayer se iba a llevar algunas víctimas como ofrenda al dios del egoísmo incivilizado. Este país desde hace varios años mantenía el triste honor de contar con la mayor cantidad de víctimas en accidentes de tránsito. Los legisladores, si es que alguna vez se ocuparon del problema, se han visto impotentes ante el estúpido pensamiento general de la mayoría al volante: si tengo que llegar a mi destino a tiempo entonces soy quien tiene prioridad.

El ardor del aire ese día sofocaba más que de costumbre. Era pesado y húmedo, se pegaba en tu piel y te envolvía en una fina y caliente capa sudor pegadizo. La blusa de Patricia se adhería a su cuerpo irregularmente dando una imagen de dejadez que poco importaba ahora. Solcito y Florcita, ajenas a la situación, jugaban en el asiento trasero ignorando mágicamente el caldeado ambiente que tarde o temprano quebraría sus fuerzas y las dormiría. Ya cerca de su destino Patricia buscó inútilmente donde estacionar el auto. Los “naranjitas”, hombres y mujeres con un chaleco naranja que te ayudaban a estacionarlo y te lo cuidaban a sol y sombra, le hacían señas de que no había ya lugar. Patricia no confiaba en esos naranjitas, estaban aprobados por el municipio pero había muchos falsos y en contacto con las mafias de los desarmaderos de autos. Decidió estacionarlo rápidamente en una esquina bajo la mirada reprobadora de peatones y autos que pasaban por el lugar. Un naranjita moreno y viejo pero de mirada sagaz se le acercó rápidamente, esparciendo cálidas gotas de sudor a cada paso.

—¡Señora, no puede estacionar aquí! —dijo con tono autoritario.

—¡Pues denúncieme! —respondió Patricia sin mirarlo bajando del auto. Bajó a Solcito y Florcita abriendo la puerta del lado opuesto a la acera y caminó hacia el edificio de Gamelord. El naranjita la siguió impaciente.

—¡Señora, escúcheme! ¡Se lo va a llevar la grúa y se va a meter en problemas! —su tono se había vuelto suplicante, la transpiración lo cubría de pies a cabeza y salpicaba con cada movimiento de su boca. Solcito lo miraba detenidamente con ojos bien abiertos mientras avanzaba de la mano de su mamá con pasitos cortos, rápidos y seguros.

Cuando Patricia vio caer desmayado a un hombre en plena marcha supo que algo andaba mal. No era el desmayo, era el momento previo. El hombre caminaba rápido y seguro, y en un instante se desplomó como si le hubieran arrebatado la vida de un tirón. Cientos de bocinazos sonaron al unísono alrededor. Terribles impactos estallaron mezclados con desgarradores gritos. Automóviles descontrolados chocaban unos contra otros, llevándose por delante lo que encontraban a su paso. El cielo se oscureció en un instante cubriéndose de gruesos nubarrones y un fuerte viento levantó el viejo polvo de la acera mezclado con papeles desteñidos y desgastados.

Una motocicleta sin conductor se subió a gran velocidad a la vereda pasando a su lado y golpeándola en un brazo, empujándola con fuerza contra una pared. Solcito se soltó de su mano asustada ante una explosión y se aferró a un poste en el borde de la acera, llorando desconsolada. Patricia escuchó su llanto atontada por el golpe y revisó a Florcita que lloraba en sus brazos. Sólo unos rasguños. Al intentar levantarse un fortísimo dolor agudo le palpitó en el tobillo. Cayó nuevamente al suelo dolorida.

—¡Sol! ¡Ven aquí con mamá! —gritó esperando una respuesta.

Solcito estaba paralizada y bañada en lágrimas mientras su inocente mundo se descomponía en una disonante vorágine de carne y metal. Unos fuertes brazos la tomaron de la cintura y la levantaron en el aire. El naranjita dejó a Solcito junto a su mamá y corrió hacia otros pedidos de auxilio. Patricia se aferró instintivamente a sus hijas con fuerza y se sentó aterrada protegiendo a sus dos hijas cual paloma a sus pichones en una tormenta. Los alaridos de pánico y los impactos no cesaban. Pensó en su esposo y deseó estar con él en un lugar alejado y tranquilo. En ese mismo momento, en el edificio de Gamelord, una ventana impactaba con fuerza contra la cabeza de Tetra, e Ignacio se acercaba a auxiliarlo recordando aún las extrañas palabras de Psycobolche antes de suicidarse sorpresivamente en frente de sus amigos.

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—Aún recuerdo mi primera muerte.

Mauricio miraba el oscuro cielo de la noche con nostalgia. El fuego crepitaba cerca nuestro abrazando suavemente unos leños viejos y secos. Tetra se acercó a avivarlo con un improvisado bastón que antaño había sido un fusil semiautomático. Caída la noche nos abrigamos alrededor de una gran fogata, sin temor a que nos descubran. “Ellos saben que estamos aquí” había dicho Aborto. No quisieron darme explicaciones sobre cómo podía yo salvarlos sin antes instalarse en el campamento.

—Estaba en la oficina trabajando, todos se habían ido ya —continuó Mauricio—. Me levanté a estirar las piernas y buscar un café. Algo me tomó por detrás y un terrible dolor me rodeó el cuello, quemándome. Intenté gritar y un espeso mar inundó mis pulmones. Todo a mi alrededor se desvaneció y me vi volando sobre un estadio repleto de gente agitándose con la música del Indio Solari. Realmente lo disfruté, hasta que unos reflectores me iluminaron directamente al rostro dañándome la vista. Caí hacia ellos y perdí el conocimiento, despertando luego aquí sufriendo dolores insoportables. Cuando pude abrir los ojos y levantarme me encontré solo en un descampado.

—¿No era al costado de un rio? —dijo Bananeiro riéndose. Más risas lo acompañaron, incluyendo la de Mauricio.

—No importa —agregó Mauricio sonriendo—, he muerto tantas veces que lo he olvidado.

—Todos hemos vivido experiencias similares al morir —dijo el Mati—, con seres queridos, en lugares familiares. Y hemos terminado aquí. Pero hemos tenido más suerte que Gudrum y los demás.

—¿Qué pasó con ellos? —pregunté y tomé un sorbo de sopa caliente que Tetra me pasó en una taza metálica muy abollada. Había olvidado lo hambriento que estaba.

—Llegaron aquí igual que nosotros, pero aparecieron en el lugar equivocado —añadió Otto con su acostumbrada sonrisa tímida. Siempre que hablaba amagaba un gesto entre cada palabra haciéndote dudar si estaba bromeando o hablando seriamente. Había vuelto de la muerte igual que Bananeiro, elevando alaridos al cielo rogando que el sufrimiento acabe.

—Los torturan —dijo Bananeiro.

—¡Eso no lo sabes! —dijo Tetra tensando el rostro con enfado.

—¿Entonces porqué se comportan así? —Agregó Bananeiro mirándolo con furia—. Es Sylvain que los tortura, está aquí también y les hace algo...

—...sexual! —continuó Mauricio lanzando una gran carcajada. Pero nadie rió

—No queremos esta guerra —dijo Pacho— pero ellos no nos dan opción. Nos buscan para matarnos, y se divierten con nosotros. No se conforman con nuestra muerte, mientras agonizamos nos golpean, nos escupen, han llegado a mearnos en nuestras heridas abiertas mofándose con nuestros gritos.

Un lejano gruñido entre los árboles nos alertó. Todos tomaron entre sus manos el arma más cercana, me rodearon y apuntaron el arma a la oscuridad.

—¿Es un lobo?— pregunté despacio.

—¡Cállate!— me increpó Tetra.

El chasquido de las llamas y pequeños ruidos aislados de nuestras armas rompían el silencio. Todas las miradas escudriñaban las tinieblas por encima de los fusiles y pistolas. Nadie hablaba. Una imponente masa rojiza surgió de la oscuridad en un gran salto hacia nosotros. Un rugido infernal salió despedido de una cabeza amorfa mostrando filosos dientes. Los disparos quebraron nuestro mutismo creando su propio rugido y enviando mortales proyectiles hacia la bestia. Ésta continuó imponente con enormes trancos acarreando la muerte y el sufrimiento en sus garras y colmillos. Los disparos continuaron bramando, todos continuaban rodeándome e impidiéndome reaccionar o disparar. Una pisada de la bestia levantó la tierra a sus pies en una tremenda explosión. La bestia perdió el equilibrio y nuevas explosiones la rodearon elevándola en el aire apenas unos centímetros. Cayó al suelo herida e intentó llegar a rastras. El brillo de los cuchillos en las manos de mis amigos cortó el aire reflejando las llamas. Se acercaron al animal y clavaron sus cuchillos en las heridas, una y otra vez, rematándola lentamente mientras los gruñidos se debilitaban. Me acerqué y vi el espectáculo. Era una bestia gigantesca como un toro, de grueso pelaje rojizo, con la cabeza adosada al cuerpo casi sin cuello. Una especie de lobo gigante y deforme.

—Un Gévaudan —dijo Mauricio asombrado— enviaron un Gévaudan.

Los demás estaban sentados y recostados alrededor aún con los cuchillos en sus manos bañadas en sangre negruzca.

—¿Esta cosa tiene nombre? —pregunté.

—Lo tiene —dijo Pacho— y tuvimos suerte de haber plantado las minas antes de encender el fuego. Tiene un cuero tan duro que vuelve a las balas inútiles haciéndolas rebotar. Solo una MG o una detonación pueden herirlo. Una vez herido ya se vuelve mortal.

—Lo extraño es que nunca habían llegado hasta aquí —agregó Bananeiro recuperando el aire— y a éste no lo asustó el fuego.

—Creí que este lugar era como el Wolf —dije extrañado—, nunca hubo animales en ningún mapa.

—Esto no es un juego —dijo David— hay muchas cosas inexplicables aquí. Estamos en el infierno.

—Eso no lo sabemos —dijo Aborto limpiándose la sangre de las manos en sus pantalones— por eso lo llamamos Limbo. Pero es cierto que hay cosas malvadas aquí. De noche este es el único lugar seguro, pero ya no más —me miró mis pies descalzos—. No te acomodes todavía, esta misma noche vamos a llevarte a pasear.

—¿A dónde y para qué? —agregué incómodo pensando en los peligros encerrados en las sombras.

—A visitar a un árbol —dijo el Mati y se levantó sacudiéndose la tierra de sus ropas.