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El
parque deslumbraba su verde hierba bajo los cálidos rayos del sol. Una
gran mariposa de tela zigzagueaba en el cielo torturada bajo los tiranos
hilos que se disputaban mis hijas entre risas y llantos. Mi esposa
Patricia descansaba junto a mí bajo la sombra de un frondoso espinillo,
sus suaves y perfumadas flores formaban una acogedora manta amarilla. Un
fino hilo de agua corría a nuestro lado regalándonos un relajante y
fresco murmullo. Patricia sonreía mientras observaba a nuestras hijas
jugando y corriendo, señalándonos sorprendidas cada nuevo descubrimiento
con sus pequeñas manitos; un pequeño brote, un insecto asustado o un
fugaz pez en el arroyo.
Un
espeso grupo de nubarrones grisáceos brotó en el cielo cortando
bruscamente los rayos del sol. El barrilete comenzó a culebrear
violentamente bajo la furia de un feroz viento que nos rodeó elevando
las esponjosas flores doradas en el aire y llevando lejos su suave
perfume. Filosos granos de tierra me golpearon los ojos, me levanté
dolorido frotándomelos con ambas manos; llamé a mis hijas, no podía
verlas y las escuchaba llamándome asustadas. Patricia se levantó y
corrió hacia ellas sin esfuerzo alguno ante el vendaval, desapareciendo
entre una danza aérea de polvillo y capullos. Avancé torpemente
inclinando mi cuerpo hacia adelante en contra del viento, gruesas raíces
abrieron la tierra y brotaron entre las hierbas abrazando mis piernas.
Caí sobre las frías aguas del arroyo y mi cuerpo se sumergió por
completo en un helado torrente de aguas rápidas. Lancé desesperadas
brazadas luchando a ciegas contra un gélido e invencible enemigo. Las
voces de mi familia desaparecieron en un caótico rugir espumante que
inundó mis oídos.
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Abrí
los ojos muy despacio. Mis parpados se aferraban a las córneas como la
seda húmeda a la piel reseca. Un haz de luz me cegó atravesándome como
una lanza hasta el centro de mi agotado cerebro, el dolor en mi cabeza
floreció y latió como un corazón rebelde buscando otro espacio donde
dilatarse con nuevas emociones. Escuché voces a mi alrededor, estaba
recostado sobre algo mullido en movimiento. Cuando mis ojos se
acostumbraron al lugar distinguí una enfermera caminando a mi lado bajo
el techo de un pasillo del edificio de Gamelord. Quise girar mi cabeza y
me fue imposible, un dolor insoportable me invadió el cuello. Vi de
reojo varios cuerpos en el suelo cubiertos con una sábana blanca hasta
el pescuezo, los mismos que había visto cuando Darkman intentó matarme.
Tristemente distinguí un nuevo rostro, Joche ¿Que le había pasado? Al
intentar hablar una enorme piedra dentro de mi cuello me absorbió la voz
y me castigó arañando mi garganta; una lluvia carmesí brotó de un fino
tubo transparente frente a mi rostro seguida de un tímido y agudo
gorgoteo que se perdió entre el bullicio.
–¡Está sangrando nuevamente! –dijo la mujer a mi lado mirándome sorprendida, llevando una de sus manos al tubo.
Otras
voces y formas se sumaron a ella mientras mi vista se nublaba, intenté
llevar mis manos a donde el dolor me torturaba pero unos fuertes brazos
las detuvieron. El oxígeno abandonó cobardemente mis pulmones y las
luces se disiparon en un mar de tinieblas.
–¡Lo perdemos!
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Me
sentía extremadamente liviano, como una pluma flotando en una cálida
brisa. Un punto de luz brillante se dibujó tímidamente en la lejanía. Mi
cuerpo volaba hacia el misterioso candil atraído por una agradable
sensación de bienestar. Me deje llevar placenteramente hacia ese destino
desconocido y hermoso. Una línea de fuego se trazó ante mí y se abrió
mostrando un abismo ardiente e insondable. Caí ligero dentro del abismo
como un ave en vuelo atravesado por una súbita flecha. El abismo se
cerró aplastándome, mis huesos se torcieron y crujieron con una agónica
descarga de dolor y me sumí en la más lóbrega de las profundidades.
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Disparos.
Entraron en mis oídos marchando y martillando mis tímpanos
demostrándome que aún estaba vivo. No podía ver nada ante una densa
oscuridad. Estaba recostado de espaldas en una superficie dura y fría.
Una brisa fresca en el rostro me acarició regalándome un momento de
alivio. Llevé mis manos a mi cuello buscando una herida y encontré
únicamente un sucio y húmedo pañuelo. Ninguna herida, mi cuello estaba
sano, intacto.
–¡Ignacio!
Una
voz familiar me llamó. Intenté levantarme y el cuerpo me estalló en
terribles dolores desde mis pies hasta la cabeza. Un grito salió
despedido de mi garganta.
–Ya
vas a recuperar la vista, relájate –continuó la voz–. El dolor va a
desaparecer, es tu columna que se está formando. No te preocupes, sólo
será unos minutos.
El
suplicio me impidió entender claramente lo que decía, pero reconocí la
voz. Era Otto, trabajaba con nosotros y compartía el Wolf a menudo, aún
le faltaba práctica como a todos los recién iniciados. Había visto su
cadáver entre las decenas de cuerpos en las oficinas, la perenne agonía
me obsequiaba su acerbo delirio.
Imágenes
en movimiento se materializaron en mi retina como añejas fotografías
revelándose en un cuarto oscuro. Ramas de árboles temblaban sobre un
cielo gris y algunas nubes se desarmaban en manchas lechosas. Otto
estaba a mi lado, con un casco de guerra viejo en la cabeza, sentado en
el suelo apoyando sus manos sobre un enorme fusil M1 Garand que
descansaba sobre sus piernas. Vestía ropas militares sucias y rotas,
remendadas en varios sitios, terminando a sus pies con un par de botas
de cuero con una gruesa y resistente suela.
Una terrible explosión nos aturdió y nos cubrió de tierra y escombros.
–¡Otro ataque aéreo! ¡Maldito Gudrum, debemos irnos de aquí!
Me
ayudó a levantarme, el dolor era soportable ahora. Al ponerme de pie un
horizonte desolador se presentó ante mis ojos. Estábamos en un poblado
destruido por bombardeos, viejos edificios derruidos nos rodeaban.
Algunos árboles torcidos y tristes asomaban entre las ruinas. Otto se
alejó corriendo agachado y sosteniendo el casco en su cabeza con una de
sus manos. Otra explosión cayó cerca y me empujó contra un muro envuelto
en una nube de tierra y escombros, dañándome un brazo y las costillas.
Caí de rodillas sosteniéndome el costado con una mano mientras tosía el
polvo en mis pulmones. Un hilo de sangre terrosa nació entre mis dedos y
serpenteó en mi mano ocultándose bajo la manga de la camisa.
–¿Qué
haces? ¡Corre! –la advertencia de Otto no se hizo esperar, corrí con
todas mis fuerzas siguiéndolo quién sabe a dónde, con la mandíbula tensa
por el miedo y las punzadas en el pecho. Violentas detonaciones
florecían a nuestro alrededor enviándonos cientos de diminutos
proyectiles que lastimaban nuestro cuerpo. Cubrí mi rostro con un brazo
protegiendo mis ojos de las esquirlas.
Llegamos
a una pequeña construcción, una vieja casa de ladrillos de barro y
techo de tejas negras y rotas. Otto entró y se arrojó al suelo, yo le
imité tirándome de espaldas, sintiéndome desprotegido bajo una antigua
bóveda de madera podrida. Un silbido continuo llenaba mis oídos producto
de las terribles explosiones.
–Aquí estaremos bien –me dijo– el ataque aéreo no tiene gran alcance, y no podrá lanzar otro hasta dentro de un tiempo.
Miré
mis ropas, similares a las de él. Una vieja camisa marrón de tela
gruesa, pantalones del mismo material y grandes botas anchas de cuero
cubriendo la parte final de mis piernas por sobre el pantalón. No me
había percatado hasta recién de la cantidad de objetos que tenía
adheridos, me senté observándolos detenidamente. Unos grandes
binoculares, una pistola Colt pequeña y algunas granadas de mano
manchadas con la sangre de la herida en mi pecho. Un par de correas
cubiertas de balas recorrían mis hombros y llegaban hasta mi cintura. Un
cinturón cruzaba mi pecho desde el hombro hasta las costillas,
sosteniendo algo muy pesado en mi espalda. Tiré de él y cayó a mis manos
una ametralladora Thompson desgastada pero imponente, de un metal
negruzco con hermosos mangos de madera.
–No
entiendes absolutamente nada ¿no? –Otto me miraba sin ánimo, como quien
ha perdido toda esperanza– Nosotros tampoco, no sabemos dónde estamos,
sólo aparecimos aquí.
–¿Nosotros? ¿Hay más gente? –le pregunté sorprendido.
–Estamos
todos –dijo sonriendo débilmente– no falta ninguno. El único que
faltaba eras tú. Menos mal que llegaste, así le mandamos algunos ataques
aéreos a ellos también.
Señaló los binoculares que colgaban de mis ropas ¿estábamos en una guerra real? Debe ser una pesadilla.
–Esto
es un sueño –le dije tocando el suelo, queriendo que mis manos
atravesaran la tierra seca manchada de cenizas–. Tú estás muerto y
creo... que yo también.
–La
realidad la define nuestras sensaciones y vivencias. No es un sueño, no
sé donde estamos, pero es real. Tan real como la tierra que tienes en
tus manos. Tampoco lo creímos cuando llegamos, pero cuando recibes el
primer disparo créeme que es muy doloroso, y el miedo a morir te
envuelve y asfixia cubriéndote de desesperación.
Escuchamos
unas voces afuera y el estampido de fusiles y ametralladoras. Otto se
alertó y espió por una ventana rota. Su rostro se endureció y tomó con
ambas manos su fusil.
–Quédate
aquí escondido, voy a salir para distraerlos, no te descubras –me dijo
en voz muy baja–. No te arriesgues, no dejes que te disparen –Yo miraba
desconcertado las armas enganchadas a mis ropas. Me tomó de la camisa y
me dijo seriamente–. ¿Me oíste? No te mueras, hay algo que debes saber
antes.
Sacó
una granada de su cinturón, la cargó hábilmente en la punta del fusil y
salió corriendo a toda velocidad. Varios estallidos hicieron eco en los
muros e incontables disparos surgieron de la nada abriendo pequeños
orificios en la tierra y las paredes a su alrededor. Otto aún en carrera
disparó la granada hacia el lugar de donde venían los disparos,
mezclados ahora con lejanos gritos. Continuó varios metros más y
mientras recargaba su fusil una explosión a su lado lo elevó en el aire
arrancándole un brazo; cayó al suelo casi muerto, gimiendo
lastimosamente y arrastrándose hacia su arma que había quedado a unos
metros de él. Tres hombres se le acercaron vestidos con ropajes
militares oscuros, cascos del ejército nazi y armados con ametralladoras
MP40 y fusiles. Quise ayudarlo pero no sabía utilizar la pistola ni las
granadas que tenía conmigo. Uno de ellos tomó el miembro amputado de
Otto del suelo y lo usó para golpearlo repetidamente con furia, luego
descargó su ametralladora sobre él acabando con su vida. Los gemidos
cesaron. Giró su cabeza y miró hacia donde yo estaba escondido. El
horror me invadió cada fibra acalambrando mis músculos. Era Gudrum, sus
fríos ojos azules buscaban una nueva víctima.
Intentar
escapar era una muerte segura, la única salida era hacia ellos. Me
asomé nuevamente y vi a Gudrum acercándose hacia la puerta recargando la
ametralladora con un chasquido metálico. Los otros dos hombres
continuaban de espaldas a mí, atentos y vigilantes. Levanté la Thompson y
la apoyé sobre el borde de la ventana apuntando hacia él, me vio y sin
ningún gesto me apuntó con su MP40. Asustado oprimí el gatillo del arma
sin ninguna respuesta, ningún disparo salió despedido por el fino cañón.
El arma de Gudrum chisporroteó y decenas de balas estallaron a mi
alrededor aturdiéndome y lastimándome con macizos fragmentos de barro.
Me tiré al suelo aplastando las balas y las granadas atadas a mi cuerpo,
preguntándome si la presión me haría estallar en miles de pedazos.
El pánico me congeló el cuerpo y las ideas. Estaba solo y perdido en el último rincón del infierno, y a punto de morir.